haciendo como que ronca, verás en medio del campo,
sobre una señera roca al solaje arregostado,
a un reptil de negras formas, a un tizón petrificado
que en plena siesta reposa sobre el sureño escenario
a una legua de la costa; a un gigantesco lagarto
de muy recia cocorota cuyo sueño milenario
al arrullo de las olas no debiera ser turbado,
pues si despierta “la cosa”, quién sabe de coletazos,
llamaradas por la boca, muerdos, coces y zarpazos,
que el dragón, si lo provocan, cruel lanzaría a destajo,
sin fijarse en quién se ponga por delante de sus rayos.
Si queremos que esta historia no tenga un final de espanto
respetemos la modorra del gran señor de los saurios
que sueña con mariposas en su natural espacio
de las tierras tempestuosas de Corralillo y de Balos.
II
Si desde Agüimes contemplas su silueta de costado,
verás que ofrece maneras de roedor asilvestrado;
cual musaraña que enseña su morro bien afilado
olisqueando a la puerta de su antro subterráneo,
con un colmillo hacia afuera y el pelo, todo engrifado,
en la actitud de defensa propia de bichos cegatos;
como el erizo de tierra que se planta con descaro
a la luz de las estrellas sin asustarse del canto
de las corujas nocheras, presumiendo del penacho
de recias púas que lleva; cual ratoncillo de campo,
que al sentir las voladeras se queda al punto pasmado,
agachando las orejas, para así ponerse a salvo
de las rondas ratoneras; como el conejo encamado
entre aulagas y tuneras, temeroso del asalto
a las paredes de piedra de los hurones humanos
que con sus patas traseras lo aplastan todo a su paso.
III
Si contemplas al coloso justo desde el otro lado
cuando doblas el recodo sobre el cabezo de Balos,
observarás con asombro que te encuentras sin pensarlo
ante las fauces de un mono de colmillo revirado
con cara de amigos pocos, hocico muy pronunciado,
orejeras en los ojos, frente huidiza, morro chato
y cabeza cono un coco, como la quilla de un barco
encallado sobre el lomo de este King Kong africano,
de este gorila del Congo de la color de los campos
que llanean en su entorno, yermos, prietos, requemados,
envueltos en nubes de polvo, por la calima azotados
cuando resopla el siroco del desierto sahariano;
de este babuino ciclópeo, tan arisco y repelado
como arrifal en agosto tras una sequia de años;
de este primate monstruoso, que al trasponer el collado
te acerca tanto su rostro que da miedo hasta mirarlo.
IV
Si lo miro cara a cara, veo a un viejo galápago
con la cabeza alongada de su corpachón blindado,
con su pico de tenaza de animal emparentado
con los peces y las ranas que simula estar gozando
del cumbrero panorama cuando en verdad sin recato,
erguido sobre sus patas, a su hembra está ayuntando,
instante que la cámara recoge en el punto álgido,
tras tortuosa escalada, de sus goces del Terciario.
Esta es la imagen captada: quelonio en plácido cuadro,
montado en concha de nácar sobre el tálamo dorado
que conforma la hondonada de Temisas, pueblo blanco,
que con sus riscos abraza a este pitón enigmático,
de la sureña comarca un relieve identitario
que nos presenta las caras de gorila o de lagarto,
de tortuga o musañaraña, dependiendo de los trazos
que nos dibuja la magia que atesora el Roque Aguayro.
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