PALABRAS PARA JUANA
Catalina Hernández, escultura situada en la plaza de San Antón de Agüimes, obra de Beatriz González de la Vega |
En la villa de Agüimes, lunes 26 de febrero del año del Señor de 1526.
Con la ayuda de Dios, Nuestro Señor, y de todos los santos del cielo espero que esta carta que le dicto a mi marido llegue pronto hasta ti, madre, para que alguno de tus hijos, Juan o Francisco, te la pueda leer a la luz y al calor de tu hogar. No quiero irme de esta vida sin despedirme de ti. La enfermedad que arrastro, que llaman peste negra, lleva años matándome por dentro poco a poco. Respiro mal, tengo calenturas, escupo sangre cuando hablo y a veces me pongo a delirar. Cuídate mucho, madre, para que no caigas enferma tú también; aunque me han dicho, no sé si será verdad, que a Tenerife todavía no ha llegado esta maldición de Dios.
Llevo demasiados años sin verte, casi cuarenta. Son tantos que ya no me acuerdo de cómo es tu rostro ni de cómo es tu voz, aunque la verdad es que si ahora me hablases en la lengua canaria ni siquiera podría entenderte. Cuando mi padre, don Fernando Guadarteme, me dejó en la Corte como menina al servicio de la infanta María apenas tenía seis años. Me prohibieron desde entonces que hablara la lengua de mis padres y olvidé muy pronto todo lo que sabía de mi tierra, excepto los sones del arrorró que siempre están en mi cabeza cuando estoy triste.
Me contaron algunos parientes, de los que vienen y van a Tenerife cruzando el canal de mar que nos separa, que después de haber repudiado a mi padre por haberte dejado atrás, como rehén, encerrada en el Alcázar Nuevo de Córdoba, donde me diste a luz, tuviste varios hijos con el noble guayre Juan de las Casas, tu nuevo marido, y que ahora, después de haber enviudado, estás casada con Juan Pascual, ambos parientes nuestros de la familia de los Semidanes.
Sé, porque se habla mucho por aquí de las terribles tribulaciones que pasaste, que a tu vuelta de Córdoba el infame gobernador Pedro de Vera volvió a ordenar tu apresamiento con la excusa de que tu nuevo marido, Juan de Las Casas, estaba huido en el monte por no querer ir de cabalgada a la caza y captura de guanches en la isla de enfrente, temiendo que eso fuera una estratagema para poder deportarlo; y que por las noches tú lo recibías a escondidas en tu casa de Gáldar. Se dice que, entonces, Pedro de Vera, iracundo, te llenó de cadenas y te vendió como esclava a un mercader de Jerez de la Frontera y que allí sufriste mil humillaciones, tantas como días pasaste encerrada bajo doble llave en una casona lúgubre.
Fue gracias a tus hermanos, y sobre todo a tu sobrino Juan de Frías, que movieron cielos y tierra ante la Corte reclamando tu liberación, que pudiste, por fin, como mujer libre, restituido tu honor, volver a tu isla de Canaria; aunque esto sería por poco tiempo ya que tu marido fue obligado, y esta vez no pudo negarse, a formar parte del ejército real de Alonso Fernández de Lugo, el que fue a la conquista de La Palma y luego de Tenerife; y tú, me dijeron que no te lo pensaste dos veces y te embarcaste con él. ¡Qué fuerte y decidida eres, madre!
Nuestras vidas han estado siempre cruzadas. Digo esto no solo porque nuestros derroteros nunca confluyeron, ni en la Península ni en las islas a pesar de haber estado, sin saberlo, muy cerca la una de la otra. Lo digo sobre todo por las vejaciones que hemos sufrido por el hecho de ser mujer: por los cruzamientos de cara, por las marcas de la violencia en el alma. Aun siendo como somos de sangre real, las dos hemos conocido bien de cerca lo que es la humillación de la esclavitud aunque en mi caso, para mayor escarnio, la esclavitud fue conyugal. Si esto nos pasa a nosotras, no quiero ni pensar lo que habrán sufrido las mujeres plebeyas de nuestra raza.
Déjame que te cuente mis cuitas.
Como dama de compañía de la princesa María, fui criada bajo la presión de una estricta educación religiosa que nos preparaba exclusivamente para ser esposas sumisas. Cuando a los 18 años los Reyes Católicos casaron a María con el rey de Portugal, yo me quedé sin amiga y protectora, y para colmo de males embarazada de pocos meses de un hombre que no quiero ni nombrar porque se aprovechó de mi inocencia. Después de esto fui obligada a casarme con el leonés Pedro de Vega, un vecino de Gáldar que había sido conquistador de la isla y que aspiraba con este casamiento, aunque la novia ya estaba desflorada, a sumar otra flor a los blasones de su escudo señorial.
Recién parida regresé a la isla pasando a vivir en la casa grande canaria que heredé de mi padre junto a la iglesia y a la torre de Gáldar. Lo de “vivir” es una forma de hablar. Pedro de Vega, no aceptó nunca a Bastiana como entenada, y aunque tuve dos hijos con él me hizo muy infeliz maltratándonos de continuo y manteniéndome encerrada entre las doce paredes de la casa porque quería tener la certeza de que los hijos que nacían eran suyos y no de otro. Por todo eso, no tuve más remedio que abandonar el hogar familiar, llevándome conmigo a la pequeña Bastiana Mayor.
En aquel momento hice uso del derecho vernáculo que nos asiste a las mujeres de la familia real para romper el matrimonio si se falta a nuestra dignidad como mujeres. Siempre hemos sido nosotras las que hemos determinado, de madre a hija, el orden de sucesión en el trono, de ahí el privilegio real que ostentábamos. De la misma forma que tu repudiaste a mi padre, si bien tu matrimonio con él, todo hay que decirlo, no fue cristiano, yo pude renunciar al matrimonio con Pedro de Vega, que fue anulado por el obispo, aunque, el muy cretino, después de eso, me refiero a Pedro no al obispo, siguió haciéndose llamar Pedro de Vega, “el rey”.
Mi segundo marido, Adán de Acedo el mozo, de navarra procedencia, me dio la libertad y la tranquilidad que tanto necesitaba después de años de malcasada, y a cambio le di cuatro hijos sanos y hermosos. Nos quisimos y respetamos mucho hasta su temprana muerte que ocurrió en el año 20 justo aquel en el que empezó la peste.
Hoy me asiste al pie de la cama donde yazgo, cansada y dolorida, mi tercer marido, Blas Rodríguez, que aunque de sangre misturada, como hijo que es de Juan de Vargas, el que fue alcalde de Gáldar, y de una de sus esclavas guanches, no puede ser mejor persona. A Blas le di un hijo, el último que por mi edad pude tener, pero este se me murió en los brazos hace unos pocos años con los mismos síntomas, fiebres y bubas, que yo ahora estoy padeciendo.
Le he pedido a Blas Rodríguez que en mi nombre, como procurador testamentario, dicte mis últimas voluntades al escribano de Gáldar, porque la verdad es que ya no me quedan fuerzas para dictarlo y porque en Gáldar ya no tengo ni casa a donde ir pues me vi obligada a venderla. Tantas son las penurias pasadas que hasta hemos tenido que usar para nuestro propio sustento los dineros que recogimos como limosna por los pueblos de la isla destinados a sufragar la construcción de las iglesias de Nuestra Señora de Guía y de Nuestra Señora de Guadalupe.
Cuando llegué hasta Agüimes ya no pude continuar el recorrido por la isla por la extrema debilidad en que me encontraba. Y aquí estoy, doliente a la muerte, recogida en casa de mi prima Ana Hernández, la hija de tu difunto hermano Fernando Canario y de su esposa Catalina. Sí, madre, Ana, la que casó primero con Cristóbal Sánchez y más tarde con Perucho de Fuenterrabía. Ana enviudó de Perucho el año pasado y se quedó, la pobre, con tres hijos menores a cargo. Me da miedo que sus niños, Juana, Juan y Catalinita Garro, contraigan la enfermedad por mi culpa y es por eso que no los dejo que se acerquen a este cuarto trasero en que estoy confinada. Desde el ventanuco de la estancia puedo ver la espadaña de la iglesia de San Sebastián bajo cuyas losas quisiera ser enterrada.
Adiós, madre. Que Dios te ampare los días que te queden hasta el del Juicio Final donde seguro que vas a ser recompensada por todo lo que has sufrido. Aunque nuestras vidas hayan estado cruzadas, quiero que sepas que me he sentido siempre muy orgullosa de ti, muy honrada de ser la hija de Abenchara, la última Reina de Canaria, de la estirpe real de Andamana, aunque ahora se te conozca con el nombre cristiano de Juana Hernández Vizcaíno.
Y estoy también muy orgullosa del arrojo que mostraste cuando te capturaron la primera vez, en el asalto a Guayedra, pues tu vieja aya me contó que, a pesar de estar preñada de mí, te defendiste de los gomeros que te querían prender con uñas y dientes, quedando muy malherida. Por suerte para las dos, pudiste burlar la muerte con la ayuda de los mejores físicos y cirujanos de la ciudad de Córdoba a donde te trasladaron medio moribunda y donde, una vez recuperada, me diste a luz el 30 de septiembre de 1482, día de San Jerónimo.
Tengo por tanto 43 años cumplidos y voy para 44, y tú debes ser ya sesentona. Las dos hemos sufrido y amado mucho. No todas las mujeres pueden presumir, como nosotras, de haber casado tres veces. La tercera ha sido la vencida, al menos para mí. Sé que Juan Pascual es un hombre honorable y solícito contigo, como es propio de su hidalguía. Y Blas Rodríguez, mi marido, no hace otra cosa que cuidar de mí, con mucho amor, en la larga enfermedad que padezco y que, para descanso de él, ya está llegando a su fin.
Besos volados que cruzan el mar desde esta Villa Episcopal de Agüimes donde me encuentro hasta tu casa en El Realejo de Taoro, de tu primera y única hija, la que te quiere mucho, con toda el alma, aunque por los infortunios de la vida ni siquiera haya alcanzado, de mayor, a poder darte un abrazo.
Con adoración filial, Catalina Hernández Guadarteme