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miércoles, 28 de junio de 2023

LA VICTORIA DE AJÓDAR


Poema de Faneque Hernández 



LA VICTORIA DE AJÓDAR

(Dedicado a Jesús González León, descendiente de los pastores indígenas que hicieron posible, con su bravura y su dominio del terreno, la  memorable victoria de Ajódar)


Diciembre de mil cuatrocientos ochenta y dos. 

Emprende Pedro de Vera violenta incursión 

contra los alzados, en el confín del suroeste, 

desembarcando a espaldas de la isla a sus huestes 

a la toma de un roque en cuyos altos se atorran 

los últimos canarios que venden cara su honra. 

Habían llegado hasta allí creyendo que en sitio 

tan perdido a salvo estarían del fementido, 

cruel y despótico conquistador de Castilla 

que en el nombre de la Santa Cruz arrasa la isla. 

Bandadas de guirres les traen funestos presagios: 

rastreadores de su propia raza localizaron 

aquel reducto de resistencia a la conquista 

poniendo enseguida al general tras de su pista. 


Tuvo esto lugar cerca del monte de Ajódar, 

en un morro de la misma milenaria cota 

coronado de enhiestos y espinosos cardones. 

Sitiados están los canarios sobre un gran roque 

que es como pirámide escalonada en andenes 

en cuyo asiento mana, milagrosa, una fuente.

Se yergue esta fuerza, cual torre del homenaje,

sobre colosales paredes inexpugnables:

al costado, los riscos de abismales barrancos;

en la recia espalda, marinos acantilados;

y, a pecho abierto, los tajos de una degollada

que la salida a las cumbres mantiene cortada.

Allí han de soportar el asedio con la tristeza

de ver que ayuda en el cerco el mismo Guayedra.


Será por la parte del mar por donde Mujica

inicie el temprano asalto con su compañía.

Sin esperar por los demás capitanes de guerra

por sí solo emprende el ataque a la fortaleza

confiado en provocar definitivos estragos

merced a las ballestas de sus doscientos soldados.

Las corazas relucen a medida que ascienden

hasta el lugar sagrado de ‘los almogarenes’.

En la espesura del cardonal, los asediados

se ocultan del restallido letal de los dardos

observando con temple cómo los asaltantes

se aproximan al último andén, bajo su alcance.

Esperan atentos la señal de su caudillo.

¡Los extenuados ballesteros están perdidos!


Tira la primera piedra el rebelde Tasarte,

y al pronto mil bimbas se lanzan briosas al aire

oscureciendo por un largo instante los cielos

hasta que resuenan sobre corazas y yelmos.

Cuando se alza después la añepa de Tasartico

voltean los insurrectos ruedas de molino

y recios troncos de pino que causan estragos

en la serpenteante columna de vascongados.

Corre ladera abajo un rojo río de sangre

cuando emprenden los altahayes el contraataque, 

saltando al encuentro, entre vítores y ajijides, 

de los sorprendidos soldados que aún sobreviven, 

blandiendo con saña el magado, a diestro y siniestro, 

tronchando sin compasión cabezas y cuerpos. 


Sube entonces Tenesor Semidán la cuesta 

arriesgando su vida en medio de la refriega. 

Pidiendo clemencia por los que sufren derrota 

obtiene la escucha atenta de sus compatriotas 

que frenan su embestida a pesar de la ventaja 

fieramente adquirida en el campo de batalla. 

Mientras corren los ballesteros barranco abajo 

en completo desorden para ponerse a salvo, 

parlamentan al pie de la fuerza el venerable 

guadarteme Guayedra, que ha subido al rescate, 

solo y desarmado, de la invasora caterva, 

y el guayre Tasarte, adalid de la resistencia, 

quien, apelando al orgullo de su noble raza, 

se dirige al renegado con estas palabras: 


–Amado Tenesor, rey que fuiste de Canaria, 

la sangre de nuestros antepasados nos llama. 

Si te despojas de esa ridícula vestimenta 

y adornas tu rostro con las pinturas de guerra 

en medio del tagoror aún tienes tu asiento 

reservado como guadarteme de este reino. 

Tan pronto sangre, celebraremos tus esponsales 

con Arminda, la heredera del regio linaje, 

siempre que rompas tu alianza con los invasores 

y te sitúes al frente de tus propios hombres. 

Nos tienes contigo, Tenesor, ¡a tus órdenes!, 

si a los tuyos te unes y en la cima del roque

te inclinas ante el todopoderoso Acorán,

nuestro Dios, el que nos otorgó la libertad.


–He dado mi palabra como nuevo cristiano

ante un rey de reyes del que soy leal vasallo.

Echada está la suerte de nuestro bravo pueblo:

nos superan no solo en número y en armamento;

están además bendecidos por la fortuna

pues riegan los ríos sus tierras las doce lunas

y aun en estío son tan caudalosos y anchos

que han menester de puente o barca para cruzarlos.

Son sus campos rubias e interminables llanuras

colmadas de espigas. Todo es allí desmesura.

Y en las lindes del camino, hileras de arbustos

producen ensortijados racimos de un fruto

con el que preparan un chacerquén memorable,

más acerbo que el de la yoya de los mocanes.


–Estoy admirado de las bellezas que cantas

sobre ese lejano país que tanto te llama,

mas parece que el rojo chacerquén de esa tierra

te hizo bien pronto olvidar el amor por la nuestra.

Empero, sabemos que reniegas de tu pueblo,

prestando vasallaje a un guadarteme extranjero,

por no aceptar una más que honorable regencia

hasta el día en que Arminda pueda ser nuestra reina.

¿Cómo se explica, si no, que te hayas apuntado

a la innoble causa del bárbaro castellano?

Tu ambición sin medida te lleva al desafuero

de presentarle batalla a tus propios guerreros.

¿Qué ocultas contrapartidas te ofrecen a cambio?

¿Por qué incumples los altos designios del Sábor? 


–Presentí su real magnificencia en Sevilla: 

una ciudad con altísimas torres que brillan 

reflejándose en el río, y un grandioso templo 

donde congregan a toda su grey bajo techo. 

Orlan la urbe campos de fragante arboleda, 

de soles de ardientes colores, las copas llenas. 

De gualda y rojo flamean también los estandartes 

sobre las innumerables torres del homenaje 

que deja atrás la calzada que lleva a Córdoba 

donde fui recibido por el rey en persona. 

Capitulemos ante el cristiano poderío 

del más grande soberano que vieran los siglos. 

Solo si aceptamos su magno imperio y cruzada 

tendrá su hueco en la historia la patria canaria. 


–Canaria vive y vivirá por siempre, Guayedra, 

mientras los roques sagrados en pie se mantengan. 

Sabemos que los cristianos se llevaron a rastras, 

encinta de tres lunas, a tu esposa Abenchara 

y que, perdida la baza de tu realeza, 

simulaste tu prendimiento por retenerla. 

Sabemos que en pago obtuviste prebendas reales, 

y salvaguarda para todos los Semidanes; 

y que en Guayedra obtuviste un recóndito feudo 

donde poder sustraerte al clamor de tu pueblo. 

Vete por donde vinieras, ¡traidor a tu tierra!, 

y no pares de nuevo en medio de la contienda 

pues, si no, como a uno más de los perros cristianos, 

me veré forzado a alzar contra ti mi magado. 


Abrumado tras oír vergonzosas verdades 

en boca del muy respetado guayre Tasarte, 

pesaroso de ver cómo la desesperanza

se extiende implacable entre sus hermanos de raza

aun a pesar de los heroicos hechos de guerra

sobre los vascos y sus mortíferas ballestas,

conduce hasta el navío el guadarteme converso 

a unos heridos que arrastran, vencidos, sus cuerpos

y se lamentan de su desventurada suerte

en una antigua lengua que ellos tan solo comprenden.

En sus brazos descansa el capitán vizcaíno,

quien le dicta, consciente de estar muy malherido,

el testimonio del reputado hombre de armas

que dice adiós a la vida con estas palabras:


«Maldigo la hora en que dejara los Montes Vascos

buscando la aviesa fortuna, en pos de El Dorado.

Mudé los frondosos valles de mi tierra amada

por los desiertos páramos de la Gran Canaria.

Aprecio, Fernando, la protección que habéis dado,

con tanto arrojo y humanidad, a mis soldados.

Ante el Señor que me llama, os digo: loado seáis,

valiente Tenesor, esforzado hombre de paz

que de la muerte librasteis a mis ballesteros.

Os deben más que la vida la honra y es por ello

que seréis compensado con la lealtad plena

de los hombres del norte, con vos por siempre en deuda.

Prometedme de nuevo que, cual si fuera hijo vuestro,

protegeréis a Pedro, mi querido escudero.»


El iracundo De Vera, enterrados los muertos,

renuncia a subir el risco y refuerza el asedio.

Tras ordenar que se vierta ponzoña en los charcos

y en la fuente que mana al pie del acantilado,

confía en que los rebeldes de sed desfallezcan

sobre aquel arrife de estéril naturaleza; 

y atrincherando a sus hombres al pie de la loma 

espera estoico que el tiempo les dé la victoria. 

Ignora que hay un paso abierto hacia el norte 

que los pastores sureños de siempre conocen, 

porque sus jairas, por vericuetos quebrada abajo, 

trasponen las riscaderas sin menoscabo. 

La Luna, en secreta alianza con los evasores, 

no comparece hasta altas horas de aquella noche. 


Muy de mañana ya está en camino, en larga marcha, 

río arriba de Tejeda, con rumbo al Bentayga, 

el lugar más oculto y distante de la costa, 

el lugar más abrupto de las cumbres fragosas, 

al pie del Roque Nublo, símbolo de identidad, 

erguido bastión sagrado de su libertad, 

el pueblo orgulloso que conmemora en Ajódar 

la más honrosa y memorable de tantas victorias 

como obtuviera, en todo un siglo de resistencia, 

contra los usurpadores de su independencia 

en aquel invierno trágico de una nación 

que muy pronto habrá de aceptar la rendición 

ante un todopoderoso ejército de Castilla 

que ya engalana el pendón blanco de la conquista.